Angelitos y La Gorda, las esquinas pecaminosas de Caracas

Dos esquinas caraqueñas se revisten de historias libidinosas. Estas son La Gorda y Angelitos, leyendas ambas con sus respectivos anecdotarios y, por supuesto, versiones encontradas acerca de sus orígenes.

Comencemos por rescatar los antecedentes de la Esquina de Angelitos. Al parecer, se debe al adulterio el nombre de este transitado espacio caraqueño. Recogen las crónica que por allá, por los años 1860, gobernaba Venezuela José Antonio Páez. Un llanero de mucho carácter y muy mujeriego.

La Esquina de Angelitos, no siempre fue punto de referencia de ropa económica y hecha a la medida

A este personaje, el tercer presidente de Venezuela, le gustaba flirtear con mujeres casadas, quizás porque eso, gracias a la discreción de la damas, no ponía en riesgo su matrimonio con la para entonces Primera Dama, Dominga Ortiz Orzúa. Su posición de poder le permitía incluso frecuentar a las señoras cuando sus maridos estaban en los cuarteles cumpliendo labores de patria.

Cuenta la leyenda que Paéz cuando se disponía a visitar aquellos «amores prohibidos» se hacía acompañar siempre por soldados o escoltas, a los que colocaba en distintos sitios, cuya finalidad era avisarle si se presentaba una situación indeseada, como el regreso inesperado de un marido.

Hubo una dama que era la preferida del Presidente, lo cual implicó que los vecinos del lugar descifraran con mucha malicia que la aparición de aquellos guardias al vecindario anunciaba, sin miedo al equívoco, la llegada de Paéz. A estos soldados los comenzaron a llamar «angelitos».

De hecho, como ya era muy frecuente el avistamiento de estos guardianes del pecado, la gente común se comentaba entre sí:

—¿Viste al angelito?»—preguntaba un vecino al otro.

—Sí, por ahí debe estar el General—respondía el parroquiano.

En la Esquina de Angelitos pasó muchas hora de felicidad el General Paéz

Algo más lujuriosa es la historia sobre el origen de la Esquina La Gorda. Cuentan las «malas lenguas y la nuestra que no es nada buena» que en aquel otro lado de la ciudad, todas las tardes, un sensual perfume contaminaba el aire de las calles. Era una especie de aroma que envolvía a los más fisgones.

Y que existía una casa, de donde expedía el olor, que al pasar del zaguán el aroma perturbador se hacía más intenso, penetraba los sentidos, estimulaba el alma y hacía entrecerrar las emociones.

El recibidor de la casa era oscuro, con guindalejos y lentejuelas, música bajita, pícaras risitas y uno que otro chasquido de encendedor. Mucho humo, pocas ventanas, muchos secretos. Muy en el fondo, una tosecita tosca dejaba claro que el paso estaba restringido hacia el corredor de las habitaciones. Había una cortina por puerta que estaba alzada cuando no pasaba nada, y dilatada cuando algo ocurría en esas habitaciones.

El adulterio y un lupanar, cuentan las crónicas de antaño, dieron nombre a dos esquinas caraqueñas. Las pericias de un poderoso General y la voluminosa figura de una alegre meretriz dan forma a estas polémicas historias
La Esquina La Gorda pasó de ser frecuentada en el antaño por jóvenes en busca de «amor discreto» a un lugar bullicioso

Cuando las tenues luces dejaban ver quien hacían vida y controlaba la entrada al corredor, dicen los visitantes que veían unas lujuriosas y voluptuosas piernas, unas delicadas manos, unos rollizos pies, labios finos, poca ropa, una sonrisa amplia. Era la dueña del lugar, la famosa “Gorda”, la meretriz más deseada, la iniciadora. La de muchos apodos: la respetada Gorda. Sin embargo, es difícil que algún respetable caraqueño confirme esta historia.

El adulterio y un lupanar, cuentan las crónicas de antaño, dieron nombre a dos esquinas caraqueñas. Las pericias de un poderoso General y la voluminosa figura de una alegre meretriz dan forma a estas polémicas historias

Sueltos como el viento, apresurados como el tiempo y ataviados con sus mejores pintas, se presentaban los caraqueños de pantaloncillo corto. Recién bañados, recién perfumados y muy bien peinados. Emocionados, algo absortos y expectantes, tocaban tres veces a la puerta de esa casa. Una casa pintada de rosado, algo agrietada un poco descuidada por fuera.

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